miércoles, 29 de julio de 2009

La primera vez que ví a un muerto


“Despedidas” es una agradable película japonesa, acaparadora de premios (entre ellos, el Oscar), que como fan acérrimo a la serie “Dos metros bajo tierra”, no podía perderme, y que desde ya mismo recomiendo.

Si bien el reflejo de la cultura occidental en la memorable serie de Alan Ball (que se merecería un blog temático) parece que debería distar bastante del oriental, ofrecido por la película de Yojiro Takita, podemos encontrar mucho en común, pues la ceremonia a los difuntos (tan dispar, según los diferentes ritos), se hace principalmente para los que quedan vivos, sean cuales sean sus creencias religiosas, revistiéndole al finado un último hálito de dignidad.

Reconozco cierta obsesión con el tema de la muerte… La descubrí a los cuatro años. Mi abuela, una de tantas mujeres que se dejaron la salud trabajando y llevando el hogar, remugaba a menudo, deseándola como liberación de sus pesares. Yo le pregunté por qué quería morirse, y si todos teníamos que morirnos, y ella me respondió crudamente. Me pasé la tarde llorando de miedo, y no paré hasta que llegó mi madre del trabajo y me calmó con mentirijillas. Desde entonces, pocos días habrán pasado en que no haya pensado en la muerte.

Admito haber tenido mucha aprensión, evitaba no sólo ver los cadáveres, incluso encontrarme con un coches fúnebre me amargaba el resto del día. Una corona expuesta en la floristería me provocaba un nudo en la garganta.

Nada más incorporarme al mundo laboral tuve cierta relación con uno de los dos únicos amortajadores que, entonces, trabajaban en Palma. Más concretamente, con su hija, y con su futuro yerno. Éste tenía la posibilidad de ganarse un excelente sueldo tomando el puesto de aprendiz que reiteradamente le ofrecía el suegro. Pero prefería ir fracasando de oficio en oficio. Había sido charcutero, entonces éramos compañeros en el departamento comercial de una compañía de seguros, y la última vez que me lo encontré, era instalador de centralitas telefónicas. Cualquier cosa antes que tocar a un muerto. Yo le entendía muy bien.

Inevitablemente, llegó el día tan temido (aunque no el más temido, que sería mi propio fallecimiento) Y, al final, no había para tanto. Mi padre yacía en su cama, ciertamente, tenía un tacto frío, pero en absoluto repelente. Tenía los ojos cerrados, y el rigor mortis ya afectaba a su mandíbula, pero seguía siendo mi padre. Permanecí junto a él de la misma manera que cuando le visitaba. No noté ningún olor excesivamente molesto. Y le saqué del bolsillo el efectivo del pequeño premio de la Primitiva que había obtenido semanas antes, y del que no se alejaba, por miedo a perderlo. Le acompañé al coche funerario, espantando a la cotilla de turno. Y lo velé durante el funeral, aproximándome a verle varias veces a través de la urna de cristal, como quien se asoma a un durmiente.

Entonces descubrí que, realmente, no me da miedo la muerte, sino la pérdida de la consciencia de la propia existencia. La fe no va conmigo, así que dudo mucho que pueda resolver la cuestión.

Mi última excentricidad relacionada con el tema es la colección de obituarios. Pero de eso ya hablaré en otra entrada.

“La felicidad consiste en no tener miedo”
Eduard Punset

martes, 14 de julio de 2009

El celestial Jonathan Richman



“De cada vez le veo más colgado, y de cada vez, más gente viene a verlo”, nos comentaba nuestro amigo Toni, de la empresa Fonart, promotora de la actuación de Jonathan Richman en Lloseta (entradas agotadas).

Puedo asegurar que Richman es el sujeto más extravagante que he visto sobre un escenario (y he visto a unos cuantos…) Para Jonathan, todo queda supeditado a la comunicación con el público. Da lo mismo seguir o no el ritmo del impertérrito y excelso batería Tommy Larkins. O si sus extraños punteos con el pulgar suenan toscos (por la “técnica” y por la relación de amistad que mantienen, estoy convencido de que fue Kiko Veneno quien le enseño a tocar la guitarra española). O si la métrica de la letra vuela por los aires, pues prefiere entonarla en su peculiar castellano (o italiano, o francés, o lo que haga falta), para lo cual, no duda en improvisar recurriendo a lo que se le pase por la cabeza.

Uno todavía se está preguntando qué está ocurriendo, cuando nota que sus pies comienzan a moverse de forma casi autónoma, y las manos deciden acompañar con palmas.

Entonces, Jonathan se marca uno de sus arrebatadores bailes, provocando risas y alegría. Actúa con la mirada extraviada, pero responde atentamente a los impulsos que percibe.

Para quien piense que todo es una gran broma, decir que sus canciones son celebradas por iconos como David Bowie o Iggy Pop, cuyas respectivas versiones de “Pablo Picasso” pueden encontrarse fácilmente en la red. Tiene todo un hit como “Vampire girl”. Y es recordado por sus graciosas apariciones en la película “Algo pasa con Mary” (desafortunadamente dobladas al castellano, en la versión comercializada en España)

Sus temas básicos son el desencuentro y la libertad. Richman nos cuenta historias simples, cercanas y divertidas. Como cuando se fue a un bar con un montón de amigos borrachos, en donde una chica que no le gustaba se le intentaba arrimar mientras él miraba con desespero a la puerta de salida. O la de un novio preocupado por las adicciones a las drogas y al alcohol de su chica, que termina por contestarle airada con un “soy una mujer independiente”. Sus infructuosos intentos por encontrar pareja de baile en un bar de lesbianas. Richman huye de mensajes, ofrece un gesto de complicidad solidaria (“cuando te caíste no me reí, pues a mí me pasó la misma cosa”, “a qué hemos venido, sino a caer, a qué hemos venido, sino a fracasar”) o una propuesta de liberación frente al desenfrenado ritmo de vida (“tengo el móvil apagado, llamaré cuando pueda, ahora estoy cantando”, “cojo el tren o el autobús y ya llegaré, tranquilos…”)

Jonathan, ¡vuelve cuando quieras, te esperamos!