martes, 19 de abril de 2011

Hacia la luz, de Care Santos

Se dice del buen cocinar que es una manifestación de amor. No hay pues mayor frustración al comprobar que, por el motivo que sea, hay comida que se ha desaprovechado. Si en el acto de escribir se realiza un proceso similar, que el libro acabe en las mesas de saldos debe ser descorazonador. Pero debe observarse como una nueva oportunidad para capturar a lectores casuales escasos de moneda. Porque, para un escritor, es tan importante que se lea el libro como que se venda.

A Care Santos le gusta escribir libros entretenidos y probar diferentes recetas para la tarta de chocolate. Bajo estas premisas, tarde o temprano tenía que caer en mis manos (me refiero a su literatura), y la oportunidad la encontré con “Hacia la luz”, en las ofertas de Carrefour.

“Hacia la luz” es una novela de género que no se encuadra en ninguno en particular. Combina con gran naturalidad misterio, suspense, terror, romance,… y un tipo de fantasía muy fronteriza, en la cual hay momentos en que no sabemos si nos encontramos más cerca del lado de la realidad o en el de la ficción.

El gran tema que vislumbramos es el de la muerte, y la posibilidad de que exista un tránsito hacia otra vida. Encontramos las famosas escenas con el túnel que conduce hacia una luz, en donde esperan dar bienvenida los seres queridos ya fallecidos, en una experiencia extrasensorial, repleta de paz. Aquí, las principales fuentes de documentación por parte de la autora son los libros de Elizabeth Kübler-Ross y de Raymond Moody. Pero el lector no debe esperar un compendio de conclusiones, sino un elemento inspirador para una trama, algo que ya ha servido a otras obras, de mayor o menor calado, como las películas “Flatliners” (Joel Schumacher), “Ghost” (Jerry Zucker) o la reciente “Más allá de la vida” (Clint Eastwood).

Siendo una de mis filias la construcción cervantina de los personajes, debo destacar la creación del doctor Febles. Me cuesta sobremanera hablar del mismo sin incluir “spoilers”, pues la acción está supeditada a lo que la protagonista va descubriendo sobre él. Uno no puede dejar de envidiar su carisma, su poder de seducción (algunas escenas resultan pequeñas lecciones sobre cómo entender el punto de vista femenino),… y reconocer en él similitudes con uno de los más aterradores protagonistas del infame gran conflicto bélico del siglo pasado.

También podríamos catalogar esta novela como un retrato de nuestro tiempo, con la feliz incorporación de la mujer a los diferentes ámbitos de decisión de nuestra sociedad, en una Barcelona moderna, y de encantadores rincones al alcance de cualquier visitante (que no turista), que además es vanguardista en la defensa del derecho a una muerte digna.

Y otro exquisito aderezo, las citas más fantasmagóricas de Bécquer, Espronceda y Zorrilla.

Riquísimo. Buscaré más escritos de Care.



miércoles, 23 de marzo de 2011

La iglesia de Lebeña

Foto: Alfredo Liébana
Ante ella no encuentro la voz. ¿Debo explicar su origen prerrománico o sus añadidos del siglo XIX (pórtico y torreón)? No aportaré mayor información a la que ya está fácilmente disponible. ¿Debo contar la historia de sus constructores, allá por finales del siglo X, cuando don Alfonso, conde de Lebeña, quiso ofrecer un honorable descanso a los restos de Santo Toribio, y cómo se cabreó cuando los monjes le negaron las reliquias, y cómo reunió a cincuenta vasallos para tomarlas por la fuerza (cosa de hombres), y cómo se acojonaron cuando quedaron cegados temporalmente y el cenizo de turno lo interpretó como un castigo divino, y cómo acabó renunciando y entregando tierras a la Iglesia (no hay nada mejor que tener a dios de tu parte)? Eso lo cuenta mejor María Luisa, una guía menuda y aparentemente frágil, simpática y parlanchina, entusiasta insuperable de los tejos.

¿O debo narrar la historia romántica del tejo y el olivo, ambos milenarios, testigos de la construcción, alter egos del duque, el primero, y de la sureña esposa, doña Justa, el segundo? ¿De cómo uno se confunde con el otro? ¿Qué digo? ¿Lo desconcertado que me sentí cuando nos mostraron símbolos solares, ocultados durante siglos, en el interior de una capilla cristiana? ¿El amor que sentí por un árbol que ha sido maltratado por los visitantes, hasta que regresó al anonimato, con el simple gesto de retirársele la placa que le presentaba como “tejo milenario”, y que, desgraciadamente, ha acabado talado, por irrecuperable? Es una lástima que no pueda comunicarme con las piedras, a buen seguro, conocen muchísimas historias sobre la grandeza y la estupidez humana, pero ellas prefieren permanecer impasibles, en armonía con la naturaleza que las envuelve. Así que no tengo nada mejor que contar.