miércoles, 23 de marzo de 2011

La iglesia de Lebeña

Foto: Alfredo Liébana
Ante ella no encuentro la voz. ¿Debo explicar su origen prerrománico o sus añadidos del siglo XIX (pórtico y torreón)? No aportaré mayor información a la que ya está fácilmente disponible. ¿Debo contar la historia de sus constructores, allá por finales del siglo X, cuando don Alfonso, conde de Lebeña, quiso ofrecer un honorable descanso a los restos de Santo Toribio, y cómo se cabreó cuando los monjes le negaron las reliquias, y cómo reunió a cincuenta vasallos para tomarlas por la fuerza (cosa de hombres), y cómo se acojonaron cuando quedaron cegados temporalmente y el cenizo de turno lo interpretó como un castigo divino, y cómo acabó renunciando y entregando tierras a la Iglesia (no hay nada mejor que tener a dios de tu parte)? Eso lo cuenta mejor María Luisa, una guía menuda y aparentemente frágil, simpática y parlanchina, entusiasta insuperable de los tejos.

¿O debo narrar la historia romántica del tejo y el olivo, ambos milenarios, testigos de la construcción, alter egos del duque, el primero, y de la sureña esposa, doña Justa, el segundo? ¿De cómo uno se confunde con el otro? ¿Qué digo? ¿Lo desconcertado que me sentí cuando nos mostraron símbolos solares, ocultados durante siglos, en el interior de una capilla cristiana? ¿El amor que sentí por un árbol que ha sido maltratado por los visitantes, hasta que regresó al anonimato, con el simple gesto de retirársele la placa que le presentaba como “tejo milenario”, y que, desgraciadamente, ha acabado talado, por irrecuperable? Es una lástima que no pueda comunicarme con las piedras, a buen seguro, conocen muchísimas historias sobre la grandeza y la estupidez humana, pero ellas prefieren permanecer impasibles, en armonía con la naturaleza que las envuelve. Así que no tengo nada mejor que contar.