miércoles, 28 de abril de 2010

Historia de tres perros

Esta fotografía de Bully fue mi fondo de escritorio en la oficina durante los últimos años.

Chumi era un perro que convivió con mi padre y sus hermanos en los difíciles años de la posguerra, en Valladolid. Por lo que me han contado, ya desde que era un cachorro mostraba un carácter pendenciero, si bien era leal a sus amos, al punto de que nunca se acostaba a dormir hasta que el último miembro de la familia lo hacía. Era independiente como un felino, salía por las mañanas y regresaba a la tarde, siempre embarrado, o magullado por las heridas de alguna de sus habituales reyertas. Especial antipatía mostraba por las monjas y los militares, ensañándose con sus hábitos o los faldones de las casacas, según fuera el caso. Más de un apercibimiento recibió mi abuelo por este chucho sospechosamente republicano. Una tarde, Chumi debió topar con un enemigo superior en fuerza y combatividad, y no regresó. Le buscaron por toda la ciudad, acudieron a la perrera, infructuosamente, y jamás se volvió a saber de él.

Negrita era una mil leches, obviamente negra, que, en un arrebato nostálgico, mi padre trajo a casa. Mi madre apenas podía sostener un hogar con siete hijos, así que, finalmente, lo entregaron al cuidado de una tía nuestra. Negrita era cariñosa hasta empalagar, pero demasiado inquieta. A pesar de que le tenía mucho afecto, nuestra tía amenazaba frecuentemente con entregarla a la perrera. Y así lo hizo, en la víspera de un viaje vacacional a Ibiza. A su regreso, sintió profundos remordimientos, y decidió recuperar a la perra. Al poco de entrar en el recinto, nada más verla, la mil leches comenzó a ladrarle, con gran alegría, y nuestra tía, emocionada, la sacó y prometió no volver a separarse de ella. Lo curioso del caso es que, nosotros, los sobrinos, encontramos ciertas diferencias físicas entre la “anterior” y la “nueva” Negrita, básicamente, unas manchas blancas cohabitando con su pelo negro, que no se correspondían con las que recordábamos. Lo verificamos contrastando fotografías, pero cuando se lo comentamos a nuestra tía, no quiso saber nada, pues éramos muy bromistas y siempre intentábamos confundirla. Negrita acompaño a nuestra tía hasta el final de su vida, y apenas le sobrevivió unas semanas.

Bully era un cachorro de bulldog inglés casi completamente blanco, tremendamente gracioso, que cuando entró en nuestras vidas alivió en parte el dolor producido por la reciente pérdida de nuestro padre. Su nombre taurino se lo pusieron por las bulliciosas embestidas que daba con su enorme y desproporcionada cabeza. Era bello, para quien supiera apreciar su aspecto compacto, sus cuartos traseros musculosos, su pequeño hocico truncado y su mirada aviesa. Daba cortos paseos, en los que convocaba la atención de todos los transeúntes, a quienes siempre les permitió acercarse, pues le gustaba sentirse un perro atractivo. Adoraba a los niños. Y también le entusiasmaban los monopatines, si bien no llegó a desarrollar las habilidades de Tillman, el célebre bulldog “skater” californiano. Fue un perro tranquilo, que convivió seis años con mi hermano, y del que apenas se separó. Precisamente, durante una breve ausencia por viaje, Bully aprovechó para engañar a su cuidador y, a estirones, salirse de su ruta habitual para arrastrarle hasta una zona de ocio próxima, con varias terrazas, en la que inmediatamente se convirtió en el centro de atención y recibió todo tipo de cariñosas consideraciones, hasta que se agotó, y su cuidador tuvo que cargarlo en brazos durante todo el camino de regreso.