lunes, 7 de abril de 2008

De las ocasiones únicas


Hasta hoy, sólo hemos visitado una vez la Fundación Coll Bardolet, en Valldemossa. Se trata de una pequeña galería de pintura, con un precioso patio interior, ajardinado y espaciado de forma adecuada para ofrecer recitales al aire libre.

Fue en un atardecer soleado de verano, y la ocasión, un concierto de guitarra española, a cargo de seis jóvenes nórdicos. Habían concluido su formación académica y cada uno se disponía a emprender su propio camino profesional, por eso, aunque llevaban tocando juntos desde el principio, debían disolverse como grupo. Pero antes, no podía faltar el último concierto. Y como recordaban con gran cariño un viaje de estudios que hicieron a nuestra isla, decidieron que tocarían aquí.

Como público, no éramos muchos, pero sí suficientes. Era gracioso observar sus distintas aposturas, desde el guitarrista tenso y concentrado, embutido en su inmaculado esmoquin, hasta el que adoptaba una más informal y relajada, con la camisa por fuera y algo desabotonada, descalzándose para llevar mejor el calor (el propio de la estación y, quizá, el remanente de la festiva noche anterior) Tocaron una de mis piezas favoritas, “In the hall of the mountain king” (la composición original de Edvard Grieg, no la versión heavy de mis no menos queridos Savatage) Estando en España, no podían faltar Albéniz y Falla.

Y cuando sonó la última nota, se sonrieron entre ellos, de forma casual. Sin más ceremonias, sin almibaradas despedidas, pues ya había suficiente melancolía en la puesta de sol. Unas respetuosas reverencias, y aplausos recíprocos. Al fin y al cabo, éste era el primer atardecer de toda una vida por delante.

Al salir, reconocí al pintor Coll Bardolet, un hombre anciano, menudo y de aspecto muy frágil, pero con una mirada vivaracha. Supongo que fui una de las últimas personas en verle con vida, pues pocos días después leería el obituario de su fallecimiento.

Cada ocasión que ofrece la vida es única, pero algunas lo son más que otras…